jueves, agosto 02, 2012

: Parafinados, la biblioteca de espejos.



Era julio, recién comenzaban las vacaciones escolares del verano 2012, E. (la llamaré así hasta en tanto ella no decida cómo quiere llamarse cuando aparezca en mis relatos), aceptó ingresar a un curso de verano que se llevaría cabo en la biblioteca más conocida de la ciudad; por fortuna, E. no recordaba que dos años antes habíamos acudido juntos al mismo sitio con la intención de encontrar a algún libro que le interesara, pues entonces había agotado su pequeña biblioteca personal y luego de hurgar unos minutos entre libros rayoneados, incompletos y deshojados, E dijo con disgusto: mejor vámonos, están más bonitos los que tengo en la casa, refiriéndose al mal estado de los libros.

El asunto es que ahora, un lunes de julio, ingresábamos a la misma biblioteca, con dirección hacia la sala infantil, en donde E se incorporó con relativa facilidad a las actividades, tras advertir la presencia de un excompañero del jardín de niños dentro del salón.

Acto seguido me dirigí a la sala contigua para clavarle el diente a mi última adquisición libresca, más con la intención de matar los minutos que con un serio interés en la lectura, debo confesar. Abandoné la sala infantil, viré a la izquierda con un movimiento casi desesperado; justo entonces tuve un encuentro que en automático me hizo retroceder, cuando menos, algunos ocho años en el tiempo:

… era octubre, un año antes había malogrado la autopublicación de mi primer libro, cosa que no es de relevancia para lo que pretendo contar en estos párrafos; el asunto es que la publicación (como sea que haya sido), me había valido de algún modo para ser requerido en una lectura de poesía, junto con varios escritores de la región; de los cuales ahora sólo puedo recordar a tres, y sin embargo omitiré mencionar a dos de ellos. El tercero, que fue el último en incorporarse a la mesa, era un hombre que rallaba los setenta años, quizá más, y ocupó el lugar a mí costado para quedar al centro de quienes ofreceríamos aquel recital.

Comenzaron las intervenciones, uno a uno los compañeros de esa tarde y yo, hicimos nuestro numerito… sin pena ni gloria, concluimos. Tocaba el turno al mayor (en edad y en palabras) de aquella mesa de lectores. Se trataba de Salvador Alcocer, poeta queretano o al menos radicado allá, y de quien entonces yo no había leído su obra, pero sí recordaba una frase que leí en una revista años atrás durante la preparatoria, me la había prestado un profesor; revista que –por cierto- aún conservo. El texto era una entrevista con el hombre que esa tarde de octubre llegó a sentarse a mi costado para leer poesía. La frase en la entrevista -recordaba yo mientras él comenzaba su lectura- decía, y sigue diciendo (es lo bueno de la palabra impresa): “Acabo de cumplir setenta años, he pasado más de la mitad de mi vida escribiendo poemas, es una actividad como para locos; creo que si viviera otros setenta años, los pasaría escribiendo poemas”.

Cuanto terminó el recital, esa tarde de octubre, Alcocer descendió de la escalinata sobre la que se ubicaba la mesa de lectura, para encontrarse con una mujer de algunos cuarenta años, que al parecer le había acompañado durante su viaje desde Querétaro. Se encontraron, se saludaron, tal vez incluso se abrazaron, no lo recuerdo; en cambio sí retengo las primeras palabras de Salvador hacia la dama, él dijo: ¿…y qué te parecen estas chingaderas que escribo?, ante la poco disimulada risa de la mujer. Poco después me acerqué a él con varias intenciones que ya no recuerdo, le pedí su dirección postal (que desde ese momento y hasta hoy memorizo), pues quería enviarle parte de mi trabajo para que emitiera algún cometario valorativo. Meses después le escribí una carta medianamente extensa en donde además de saludarlo le recordaba los pormenores de nuestra coincidencia en ese octubre, pues supuse que el hombre en lo absoluto no me recodaría, a lo que Salvador respondió con asombrosa prontitud (tomando en cuenta la “velocidad” a la que opera el correo ordinario en este país). En respuesta a mi carta de casi dos cuartillas Alcocer escribió: “Sí, claro, con todo gusto”, con lo que aceptaba revisar los textos que al fin de cuentas jamás le envié, y al menos espero tener el gusto de hacérselos llegar ya en libro impreso...



El encuentro se trataba de una especie de colash, fijado en el pasillo de la biblioteca, a la salida de la sala infantil, en donde aparecía la impresión de una fotografía de Salvador Alcocer, rodeada de figuras femeninas y un fondo similar al de un templo, en la parte baja del recuadro se transcribía un poema del autor, el título, tanto del colash, como del poema es: Parafinados.

“Esto es el tiempo de la peste. / De noche cierran los templos / y los que se quedan fuera aúllan”, finaliza así.

Ahora era julio, inicios del verano, caminé hacia otra sala donde ingresé hasta el fondo, había un par de mujeres concentradas cada una sobre su escritorio. Abrí mi nuevo libro al momento en que un hombre delgado se acomodaba en un sillón al lado del ventanal, por donde lo arropaba un destello de sol matinal que le hizo estornudar un par de veces. Una mujer nueva en la sala se posó en una mesa a mi espalda, desde donde lo único que hizo fue observarme anotar estas cosas sobre las páginas falsas de mi nuevo libro, cuyo texto seguía siendo desconocido para mí.

Regresé a la sala infantil, era tiempo de volver a casa. Había sido una linda mañana, E estuvo de acuerdo. Al salir tomé imágenes que quizá envíe a Alcocer por correspondencia, tal vez le agrade eso al hombre breve, lúcido, procaz, gentil, pagano, que tuvo el azaroso buen gesto de sentarse a mi lado para leer poesía una tarde de octubre.



Bernardo Araujo

Julio de 2012

Zacatecas, Zacatecas





sábado, octubre 02, 2010

domingo, mayo 23, 2010

vientos huracanados para Javier Acosta

Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles

Javier Acosta y su Libro del abandono
Con Antonio Cisneros y Tomás Segovia tuve el honor y el gusto de integrar el jurado del Premio de Poesía Aguascalientes que este año eligió El libro del abandono amparado con el seudónimo Eida Nnod (es decir, Don Nadie).
Dijimos en el acta que la obra de Eida Nnod es un libro inundado por un cierto misticismo curiosamente escéptico; dijimos también que en sus páginas hay una gran sinceridad, sin que esto (es decir la sinceridad) tenga que ser por fuerza una virtud literaria, pero que en este caso lo era porque mostraba coherencia entre el discurso y el propósito.
Luego supimos que el místico escéptico se llama Javier Acosta, a quien ninguno de los tres jurados habíamos leído. Mejor para él y mejor para nosotros: descubríamos, para nuestra experiencia personal, a un poeta magnífico, y el poeta, creo yo, podía sentirse contento de haber sido leído verdaderamente por tres lectores también anónimos. Esta es la maravilla del anonimato que un día celebró el gran Antonio Machado: leer al poeta y no al autor; leer en los libros y no en el prestigio o en el prejuicio.
Ya publicado El libro del abandono (Era/ INBA/ Instituto Cultural de Aguascalientes, 2010), lo releo ahora, por cuarta ocasión: es un libro digno de releerse. De la primera sección (La escalera de Jacob) cito “La lucha con el ángel”: “Tomé un ángel con tus manos,/ lo sujeté por el cuello,/ lo sujeté por los cabellos,/ lo sujeté por las alas,/ lo sujeté por las orejas,/ lo sujeté por la voz,/ no lo solté hasta que te bendijo./ Lo solté hasta ese día/ en que leerás estas palabras.”
John Cage y Leonard Cohen acompañan la música y el sentido de este libro. No son sólo epígrafes, sino también lecturas, motivaciones y empatías. En uno de los “Salmos del inventor de salmos” la Sulamita habla con dolor e ironía o con la ironía que da el dolor: “Cuando aún me amabas/ lloraba a diario/ pensando en estos días// abandonada a mi suerte/ debo volver a la desdicha/ de no estar a tu servicio// me ordenaste no pensar en ti/ buscar otros amantes/ ahora soy doblemente infeliz/ pues te desobedezco.”
En “Lo inescrito” sabemos que: “Nunca es lo que se pide. Es lo que se da. La súplica más perfecta, la más amorosa, la más desinteresada: la más indiferente. La entrega que suplica nada recibir. La misericordia. El abandono.”
Javier Acosta nació en Zacatecas en 1967 y tiene formación filosófica; ha publicado cinco títulos de poesía y otro de reflexión, y en 2006 obtuvo otro importante reconocimiento: el Premio Nacional de Poesía Ramón López Velarde que concede la Universidad Autónoma de Zacatecas. Es un poeta que sabe lo que quiere y que, además, lo sabe decir. Leerlo, para mí en lo personal, fue un descubrimiento. Y conste que no todos los días se descubren poetas.
Me queda claro que el Libro del abandono no es un libro que él haya escrito para ganar un concurso, sino para no perder la vida, como se deben escribir todos los libros de poesía, para que luego el azar y la necesidad hagan su parte y a lo mejor hasta logren el premio en un concurso.
Al leer algo de lo que los periodistas nos obligan a decir a los poetas, cuando, como afirmó William Carlos Williams, tratan de sacar noticias de un poema (lo cual es dificilísimo), siempre me queda la sensación de que por más que tratemos de explicar la poesía, ésta sólo se cumple, de manera efectiva, en la vida misma.
Por ello me dio alegría leer algunas de las palabras de Javier Acosta en los periódicos: dijo que huyó de lo artificial, que dejó fluir su pensamiento y su emoción, que se despojó de prejuicios, y que hasta dejó de sentirse únicamente poeta para escribir realmente poesía. La poesía es comunión y revelación, pero hay poetas que se sienten poetas hasta cuando no son poetas.
Acosta explicó a los periodistas: “Cuando estoy con mi hijo he querido hablar con él con la mayor honestidad posible, y de alguna manera eso lo trasladé a mi obra.” Añadió que la poesía nos hace poner los pies en la tierra y nos libera de las falsas urgencias del mundo para que retornemos “a la simple experiencia de habitar, de estar vivos, de existir”.
Cada vez es más cierto que “la poesía sucede”, aun contra el poeta mismo. (“Hay poesía tan pronto como nos damos cuenta que nada poseemos”, diría Cage.) Javier Acosta lo sabe, y lo expresa muy bien: “Cada cosa en el mundo sabe su canción,/ sólo mi voz busca la suya”.

viernes, abril 23, 2010

de José Emilio Pacheco al recibir el Cervantes.

"Me gustaría que el premio Cervantes hubiera sido para Cervantes".
"Por aturdimiento, no por ingratitud, apenas en este día doy gracias al jurado por su generosidad al privilegiarme cuando apenas soy uno más entre los escritores de este idioma y hay tantas y tantos dignos con mucha mayor justificación que yo de estar ahora ante ustedes."

"Casi todos los escritores somos, a querer o no, miembros de una orden mendicante. No es culpa de nuestra vileza esencial sino de un acontecimiento ya bimilenario que tiende a agudizarse en la era electrónica."